miércoles, 30 de diciembre de 2009

Sus cortesanas la bañan en leche de burra y miel.
Después de ungirla en zumos de jazmines, lirios y madreselvas, depositan su cuerpo desnudo en almohadones de seda rellenos de plumas.
Sobre sus párpados cerrados, hay finas rodajas de áloe. En la cara y el cuello, emplastes hechos de bilis de buey, huevos de avestruz y cera de abejas.
Cuando despierta de la siesta, ya hay una luna en el cielo.
Las cortesanas impregnan de rosas sus manos y perfuman sus pies con elixires de almendras y flores de azahar. Sus axilas exhalan fragancias de limón y de canela, y los dátiles del desierto dan aroma a su cabellera, brillante de aceite de nuez.
Y llega el turno del maquillaje. Polvo de escarabajos colorea sus mejillas y sus labios. Polvo de antimonio dibuja sus cejas. El lapislázuli y la malaquita pintan un antifaz de sombras azules y sombras verdes en torno a sus ojos.
En su palacio de Alejandría, Cleopatra entra en su última noche.
La última faraona,
la que no fue tan bella como dicen,
la que fue mejor reina de lo que dicen,
la que hablaba varias lenguas y entendía de economía y otros misterios masculinos,
la que deslumbró a Roma,
la que compartió cama y poder con Julio César y Marco Antonio,
viste ahora sus más deslumbrantes ropajes y lentamente se sienta en su trono, mientras las tropas romanas avanzan contra ella.
Julio César ha muerto, Marco Antonio ha muerto.
Las defensas egipcias caen.
Cleopatra manda abrir la cesta de paja.
Suena el cascabel.
Se desliza la serpiente.
Y la reina del Nilo abre su túnica y le ofrece sus pechos desnudos, brillantes de polvo de oro.

Eduardo Galeano, Cleopatra, Espejos.-

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